En la piel del cachalote

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Capítulo VI

Es, tal vez, la especie más misteriosa y mítica entre los cetáceos. No sólo es el depredador dentado de mayor tamaño del mundo, sino que su magnificencia y poder han inspirado relatos icónicos en la cultura popular. Su existencia en las profundidades aún conserva secretos por revelar. Investigadoras colombianas siguieron el rastro de este gigante en su travesía por el golfo de Tribugá y obtuvieron pistas valiosas para comprender algunos de esos enigmas.

Un dorso inconfundible. La textura rugosa del cachalote lo hace ver como un cetáceo milenario y antiguo. Al develar su presencia en la superficie, permite apreciar los vestigios evolutivos de su piel. Una mirada en detalle a su aleta dorsal baja y gruesa, así como a su coraza llena de pliegues, bastará para identificar a esta especie icónica de las profundidades. Fotografía de Laura Benítez (Fundación Yubarta). Cortesía de las fundaciones Yubarta y Macuáticos Colombia.

—¡Soplo! ¡Hay que salir, hay que salir!—, exclamó Laura Benítez, bióloga de la Fundación Yubarta, mientras con las manos hacía señas apuradas a sus compañeras investigadoras. Había permanecido durante dos horas en la parte exterior de la cabina de mando de la embarcación, expectante a lo que pudiera observar sobre el oleaje del Pacífico colombiano.

En los alerones de la cabina, Natalia Botero y María Camila Medina, científicas de la Fundación Macuáticos Colombia, atendían el llamado apresurado de su colega y se disponían a desplegar sus esfuerzos de investigación para lograr registrar los mayores datos posibles de aquel avistamiento.

Cerca de las ocho de la mañana del 20 de marzo de 2023, las biólogas habían abordado el viejo buque ARC Providencia, de la Dirección General Marítima (Dimar), bajo el comando del capitán de Fragata Julio César Monroy. Zarparon desde la estación de Guardacostas de Bahía Solano (Chocó), como parte de la segunda fase de la Expedición Científica Golfo de Tribugá y Cabo Corrientes, impulsada por la Comisión Colombiana del Océano (CCO), y que reunió a una decena de investigadores de distintas áreas del conocimiento, con el objetivo de profundizar en el saber oceanográfico y biológico de las áreas marinas y costeras de este territorio.

A Laura, Natalia y María Camila, las unió un anhelo particular. Como representantes de organizaciones científicas diferentes, su proyecto en el marco de la expedición consistió en monitorear la ocurrencia y la distribución de pequeños cetáceos en el golfo de Tribugá. Un esfuerzo conjunto que además apostó por establecer puntos de georreferenciación de los avistamientos, lograr registros fotográficos y tomar muestras de tejido de piel y grasa para analizar las características genéticas y fisiológicas de las poblaciones de tales mamíferos marinos que nadan en las profundidades. Obtener estos datos, a su juicio, sería relevante en la comprensión de las diversas especies que hacen presencia en la zona y serviría como argumento a la hora de sugerir medidas de protección y conservación a las autoridades ambientales.

Tripulación, lista. La alianza de las fundaciones Macuáticos Colombia y Yubarta permitió que el equipo de la Expedición Científica Golfo de Tribugá y Cabo Corrientes 2023 contara con expertas en el estudio de los mamíferos acuáticos. Laura (que está a la derecha del miembro de la Armada Nacional, de camiseta celeste) y Camila (segunda de izquierda a derecha) celebraron su cumpleaños en plena travesía. Natalia (tercera de izquierda a derecha, que está inclinada hacia adelante, con la mirada hacia abajo, y además viste una gorra vinotinto) tenía una alta expectativa porque era su primera expedición de este tipo en el Pacífico colombiano. Antes había hecho parte de viajes a la Antártica junto a la CCO y la Armada Nacional. Fotografía por cortesía de la Dirección General Marítima (Dimar).
Era la primera vez que las tres investigadoras se embarcaban en una de las travesías del programa de Expedición Científica Pacífico, que en las dos ediciones anteriores habían tenido como escenario a Bocas de Sanquianga (Nariño) y a Bahía Málaga (Valle del Cauca). Existía, por tanto, una inmensa expectativa entre las biólogas frente a la posibilidad logística de abarcar un mayor territorio marítimo y ensanchar los límites de la información disponible en el golfo de Tribugá. Habrían de estar navegando durante nueve días, a la espera de que el océano las asombrara con la aparición repentina de la vida que en las profundidades brota.
No bien había llegado el mediodía, durante las horas iniciales de expedición, cuando ocurrió una de las primeras sorpresas. Desde la parte superior del buque, en la proa, las investigadoras avistaron una familia de delfines moteados pantropicales, una especie que se observa con frecuencia, en todos los meses del año, en estas aguas. Eran por lo menos veinte individuos que daban grandes saltos y nadaban con rapidez a unos doscientos metros de la costa. Estaban en pleno frenesí alimenticio, tal vez persiguiendo sardinas. Las científicas, aún en la cubierta del navío, lograron registros fotográficos del avistamiento, los cuales podrán ser útiles en la identificación de algunos individuos de la manada. En todo caso, la presencia de estos cetáceos, al poco tiempo de haberse embarcado en la travesía, parecía un augurio de lo que estaba por venir.

Las jornadas de rastreo en el barco fueron largas y extenuantes. Los días iniciaban a las siete de la mañana, cuando desde un altavoz el capitán despertaba a la tripulación. Al mediodía, el sol era implacable sobre la cubierta y los expedicionarios se refugiaban en las habitaciones o en la parte baja del navío. Al caer el ocaso, a las cinco de la tarde, se terminaban las labores de investigación, y en las noches, antes de descansar, las científicas y la tripulación discutían los transectos que seguirían al entrar el alba.

Habían transcurrido seis días de expedición y se encontraban a setenta kilómetros de las costas del golfo de Tribugá. Fue el 26 de marzo de 2023, cuando Laura Benítez avisó a sus compañeras del avistamiento de aquel soplo sobre la superficie del agua, una señal de que en el área del trayecto se encontraba, quizás, alguna especie de rorcual. Apresurada, Natalia Botero fue en búsqueda de sus binoculares, esperó un nuevo resoplido, comprendió que no era una ballena y no dudó en identificar la especie.
—¡Es un cachalote!—, dijo emocionada.

Para ella fue fácil distinguirlo, dado el rasgo característico de su soplo al salir a la superficie a respirar. El espiráculo de estos cetáceos (el orificio por el que exhalan) está ubicado en la parte izquierda de su prominente cabeza. De allí que el vapor que expulsan tenga una inclinación hacia ese lado y se vea una espiración más baja en relación con las diferentes especies de ballenas, que emiten resoplidos en forma vertical.

Entonces, al confirmar la identidad del mamífero marino, las investigadoras tomaron sus equipos de monitoreo. Laura, que nunca había observado a esta especie en el Pacífico colombiano (sí durante su estancia en las islas Azores), se puso a cuestas la cámara fotográfica; María Camila se hizo cargo del dispositivo de geolocalización (GPS), así como de las hojas y el lapicero para tomar los datos del avistamiento, y Natalia se armó con la ballesta colgada sobre sus hombros. Se apresuraron a abordar de nuevo la lancha aparcada a un costado del buque y emprendieron su curso en la dirección del cachalote, que se vio a dos kilómetros del ARC Providencia.
Soplo a estribor. «Cuando vi el resoplido del cachalote, toda la adrenalina se me vino arriba. Fue emocionante», confiesa Laura. El chorro de vapor inclinado hacia a la izquierda, debido a la ubicación del espiráculo en la cabeza del animal, es otro de los indicios inconfundibles de la identificación de esta especie. Una señal sencilla de detectar para quien ha entrenado su mirada durante años, rastreando e investigando cetáceos. Fotografía de Laura Benítez (Fundación Yubarta). Cortesía de las fundaciones Yubarta y Macuáticos Colombia.
Al acercarse, las pulsaciones se aceleraron. Pronto descubrirían que estaban en presencia de once cachalotes. Algunos dejaron ver sus dorsos grises y rugosos, además del aspecto obtuso de sus aletas dorsales, mientras se asomaban a la superficie. Pero un detalle en particular inquietó a las investigadoras: estos gigantes suelen recorrer las corrientes en clanes matriarcales muy consistentes; no obstante, el grupo no mostraba cohesión y estaba fragmentado en duplas. Nadaban en parejas desperdigadas y separadas, con unos quinientos metros de distancia entre unos y otros individuos.
Dentro del fragor del avistamiento, las investigadoras plantearon varias hipótesis a fin de explicar esta dispersión. Para Natalia, es posible que los cachalotes estuvieran persiguiendo una presa que también estaba distribuida de forma heterogénea, mientras que Laura considera factible que el golfo de Tribugá sea una zona de descanso de la especie, o que allí encuentren un área adecuada para su apareamiento o reproducción.

De hecho, el comportamiento de uno de los individuos se tornó inusual ante los ojos expertos de las biólogas, pues este cachalote se acercó a otro y buscó un roce táctil, un contacto físico, hasta el punto que parecía subirse sobre su dorso. Fue una fricción súbita y breve que, según la misma Laura, podría ser indicio de un intento o ritual de apareamiento. Natalia, en cambio, sugiere que se trató de una simple interacción social. Las investigadoras observaron que uno de los cetáceos arqueaba la cola, lo que, en opinión de Laura, podría ser una señal de que se trataba de una hembra receptiva. Esas incógnitas quedaron en el aire, mientras aún seguían el rastro de los animales.

Hubo un instante en que los cachalotes estaban tan cerca de la lancha que parecía que era posible tocarlos con tal sólo estirar el brazo. Fue entonces cuando Natalia, valiéndose de su experticia en la toma de biopsias remotas en ballenas jorobadas, preparó la flecha esterilizada, se concentró en su objetivo, apuntó con su ballesta hacia el lomo de uno de los cetáceos y le disparó al gigante, que se encontraba ya a unos diez metros. El dardo se incrustó en la resistente piel del mamífero, rebotó y quedó flotando en el agua hasta que las investigadoras lo recogieron. Con ello se había obtenido la primera muestra de tejido. Entretanto, el animal mostró su cola (aleta caudal). Una señal de que tomaba impulso para sumergirse en un buceo prolongado.

—¡Cola, cola! El cachalote no vuelve a salir en, por lo menos, una hora—, expresó Natalia.

—Vamos a buscar otra dupla para intentar tomar otra muestra—, respondió Laura.

De repente, el mismo cachalote emergió, lo cual sorprendió a las investigadoras. Estos cetáceos son los que más tiempo pueden soportar sin tomar una bocanada de oxígeno en la superficie, y su anatomía les permite alcanzar más de un kilómetro de profundidad en busca de calamares gigantes. Pero en aquel avistamiento, las inmersiones de los animales no superaron los diez minutos. Otro enigma a la lista.

Al percatarse de que el cachalote había regresado a la escena, hubo dos intentos más para obtener muestras de tejido en ese mismo individuo, pero fueron infructuosos. Era la primera vez que Natalia practicaba la toma de biopsias remotas en dicha especie. En instantes, las investigadoras dedujeron que la ballesta que suele usarse para recoger este tipo de muestreos en ballenas jorobadas requiere de características diferentes (mayor potencia) en capas tan duras como las de dichos odontocetos. Así y todo, hubo varios ensayos en otros cachalotes, con resultados satisfactorios. Los dardos penetraron la corazas de los cetáceos, rebotaron, cayeron en el agua, flotaron y acabaron en manos de las biólogas.

En total, se recogieron cuatro muestras de piel y grasa de cachalotes en aquella tarde de expedición. La misión estaba consumada. Por segunda ocasión se obtuvieron tejidos de esta especie en el Pacífico colombiano, y por primera vez se logró tal avance científico en las aguas del golfo de Tribugá. Todo ello ocurrió mientras un grupo de delfines nariz de botella merodeaba cerca de los gigantes y nadaba con rapidez, como si, de acuerdo con las biólogas, estuvieran cazando o forrajeando en esa misma zona.

Una vez las flechas con las muestras de tejido volvieron al poder de las tres mujeres, fueron insertadas en empaques de plástico estéril y, ya a bordo del ARC Providencia, dispuestas en tubos Eppendorf. Luego fueron rotuladas y guardadas en un refrigerador para mantenerlas congeladas. De allí pasarían —tras culminar la expedición— al Laboratorio de Ecología Molecular de Vertebrados Acuáticos de la Universidad de los Andes, liderado por la bióloga Susana Caballero, en el cual se realizarían los análisis genéticos.

A partir de estas muestras, que contienen la totalidad de la capa de piel, y fragmentos de las capas de grasa, se podrán inferir datos científicos valiosos sobre los cachalotes avistados. De acuerdo con Natalia, el primer paso, que ya está en curso, es realizar un análisis molecular para determinar el sexo de los cetáceos. Posterior a ello, se extrae el ADN, se amplifica y se examina una porción del ADN mitocondrial (que es heredado por vía materna), una prueba que permitirá establecer marcadores de identidad genética y brindará información sobre el origen del grupo que se observó durante la expedición.

Uno de los rasgos claves que se pretende esclarecer es si estos cachalotes tienen una conexión de parentesco con el clan reportado en las aguas de Galápagos (Ecuador) u otras áreas del Pacífico Sur, lo que podría entregar indicios acerca de los patrones de distribución de la especie.
De la misma manera, mediante las muestras de grasa podrían desplegarse estudios hormonales de cortisol, que contribuirán a dilucidar los niveles de estrés a los que ha estado expuesto el clan de Tribugá. Otra posibilidad, según Natalia, es realizar análisis de isótopos estables, con los cuales confirmar los hábitos de alimentación de estos cachalotes. Tales datos serán relevantes si se da continuidad a los esfuerzos de muestreo y se siguen obteniendo tejidos de otros individuos de la especie.
Un gigante vulnerable. El cachalote expresa poder y serenidad. Pero su estado de conservación en el mundo es aún preocupante, pues es una de las especies de cetáceos cuya población llegó a diezmarse de forma notoria. Aún hoy, este gigante está clasificado como vulnerable. Fotografía de Laura Benítez (Fundación Yubarta). Cortesía de las fundaciones Yubarta y Macuáticos Colombia.

La idea es recoger toda esta información sobre los cachalotes en el golfo de Tribugá y el Pacífico colombiano, con la esperanza de que en un futuro cercano podamos hacer expediciones o salidas enfocadas en esta especie, que es una de las más relevantes en términos de conservación, dado que se encuentra en estado vulnerable"

Explica Natalia

La piel del cachalote parece la de un animal de otro tiempo. Su cuerpo está marcado por pliegues que parecen un mapa de vestigios de su adaptación milenaria a las profundidades oscuras, frías e insondables del océano. Sus ojos pequeños, expresivos y atávicos se extravían en la exuberancia de su cabeza, y su ondular tranquilo entre las corrientes veleidosas contrasta con el poder que se manifiesta al surcar el oleaje. La sutileza y ternura con la que refuerza los lazos sociales de su clan parece una contradicción estética de su enormidad. En la piel del cachalote podrían estar ocultas algunas señales para descifrar sus secretos y comprender los motivos de su presencia en el golfo de Tribugá.

Un gigante pacífico y misterioso

La cultura popular le ha otorgado al cachalote una reputación excesiva. El clásico de la literatura universal, Moby Dick, del escritor estadounidense Herman Melville, ilustró a este gigante como un monstruo marino hostil, que perseguía a los barcos y era capaz de engullirlos enteros, con tripulación a bordo. Aquel relato se inspiró en la historia de un cetáceo real: en el siglo xix, un cachalote albino, a quien apodaron Mocha Dick, sufrió el asedio de balleneros en la isla Mocha, en Chile.

Su tenacidad para resistirse a los ataques de las embarcaciones y su habilidad al escabullirse de los cazadores le dieron fama de fiera. Al defenderse, con su enorme fuerza, era capaz de estropear los botes con potentes coletazos que causaron naufragios. Pero, luego de al menos dos décadas de acoso, el mamífero moriría arponeado. Pese al desenlace del relato, el imaginario del cachalote como una representación viva del Leviatán caló entre los marineros y, aún hoy, las comunidades humanas costeras que avistan con frecuencia a dicha especie perviven con el temor de encontrársela.

Edwin González, uno de los pescadores científicos de Jurubirá, expresa su miedo al referirse a los encuentros con estos gigantes. Dice que, en una ocasión, durante una de sus faenas, vio una manada de al menos cien de tales cetáceos en el golfo de Tribugá. También se rumora entre su comunidad que atacan a las crías de ballenas jorobadas. Sin embargo, por su anatomía y su estrecha mandíbula, es improbable que depreden ballenatos de las diversas especies de rorcuales. No existe evidencia de que ello ocurra.

Los cachalotes, cuyo nombre científico es Physeter macrocephalus, son la única especie conocida del género taxonómico Physeter y, aunque se suele creer que constituyen una variedad de ballena, son los miembros de mayor tamaño en el grupo de los odontocetos: los machos alcanzan hasta dieciocho metros de longitud y su peso llega a cincuenta y siete toneladas, mientras que la envergadura de las hembras oscila entre los diez y doce metros. La predilección de este mamífero por los calamares gigantes, las rayas y los peces lo convierte en el depredador dentado más grande del planeta.

La cabeza del cachalote, que abarca un tercio de su cuerpo, alberga el cerebro de mayor volumen del mundo, y en el enorme cráneo se encuentra el órgano de espermaceti, el cual contiene ácidos grasos y aceites, que le permiten regular su flotabilidad. Esto se da gracias a un sistema de vasos sanguíneos que rodean el espermaceti, llamada red maravillosa, que ayudan a estabilizar la presión sanguínea del animal durante sus prolongados ciclos de buceo en las profundidades.

Estas ventajas evolutivas y adaptativas le permiten al cachalote sumergirse sin llegar a descompensarse y soportar la presión del agua en los abismos inexplorados del océano. En su mandíbula inferior cuenta con filas de hasta veintiséis dientes, que conforman una cavidad bucal delgada y pequeña, en relación con el enorme tamaño de su testa. De allí que el mito del animal que se tragaba a los barcos no sea más que una desmesura propia de las posibilidades ilimitadas de la ficción.

Aspecto físico del cachalote. Ilustración de Marielly Jiménez Vargas.

Por el contrario, se ha reportado que este cetáceo es de un carácter apacible y pacífico, lo cual se expresa en su nadar sereno y sosegado. Es una especie que establece vínculos fuertes dentro de sus clanes, cuyas estructuras son matriarcales. En su etapa de madurez (entre los cuatro y veintiún años), los machos abandonan su grupo familiar para completar su desarrollo social y ampliar su diversidad genética, mientras las hembras permanecen juntas —en manadas de alrededor de quince o veinte individuos— al cuidado de las crías y los juveniles.

Algunos rasgos conocidos sobre el comportamiento de los cachalotes brindan pistas sorprendentes sobre su inteligencia, comunicación y estructura social. Investigadores de todo el mundo han documentado que el lazo entre hembras y crías —valga el uso del adjetivo— es casi humano: existe afecto, protección y empatía. Al dormir, estos cetáceos parecen bodoques suspendidos en el agua. Ponen su cuerpo en forma vertical y crean una suerte de muralla circular que rodea a los más jóvenes para dejarlos a salvo del posible ataque de orcas o tiburones.

También hay evidencia de lo que los expertos llamarían conductas de altruismo en dichos odontocetos. En 2011, en las Islas Azores (Portugal), los investigadores Alexander Wilson y Jens Krause, del Leibniz Institute of Freshwater Ecology and Inland Fisheries (Berlín, Alemania), descubrieron que un grupo de cachalotes adoptó a un delfín nariz de botella con una deformación en su columna vertebral, que le dificultaba nadar en la velocidad natural de su especie, por lo cual sería una presa fácil para los depredadores. Los científicos reportaron la ausencia de comportamientos de antagonismo y, por el contrario, describieron que los gigantes trataron al extraño como si fuera un miembro más del clan, con roces, contacto físico y hábitos de socialización. Tal vez, capaces de percibir la vulnerabilidad del otro, la manada acogió al débil y le brindó refugio en la fuerza de su estructura social.

Se ha descrito que, al igual que en otros cetáceos, entre los diferentes clanes de la especie existe transmisión cultural y se ha revelado que su comunicación es singular y compleja. Para estos mamíferos, el mundo se percibe en sonidos. Emiten potentes chasquidos que retumban alrededor de diez kilómetros de distancia y configuran un dialecto propio con el cual se relacionan entre ellos, encuentran alimento y se orientan en la oscuridad del fondo marino. Cada familia hereda sus códigos particulares de comunicación, que perduran por generaciones.

Durante centenares de años, este titán de las profundidades fue asediado y acosado para extraer de sus cuerpos el apreciado ámbar gris, una sustancia producida por sus secreciones intestinales, que les permite digerir a los calamares gigantes. Estos cefalópodos son de una contextura blanda y suave, pero en sus bocas cuentan con picos resistentes, formados por quitina. El estómago de los cetáceos segrega dicha cera para proteger sus tejidos internos. Al expulsar sus heces, que son de unos cincuenta kilos, el color del excremento es grisáceo y, según explican los científicos, de un olor penetrante.

Sin embargo, cuando las heces quedan a la deriva del océano y se exponen a los rayos solares, el hedor se mitiga. A esa mezcla cerosa de excremento se le conoce como ámbar gris, y es utilizada para la fabricación de perfumes de alta gama y fijadores. Se estima que esta sustancia puede ser incluso más costosa que el oro.

Aunque hoy el comercio del ámbar gris es ilícito en buena parte del mundo, durante el siglo xx, como consecuencia de la fiebre de los balleneros por el espermaceti y por dicha sustancia, la población global de cachalotes se redujo a la mitad. De forma paulatina, esta especie se ha recuperado en los últimos cuatro decenios, pero, según las categorías de amenaza de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), continúa en condición de vulnerable. En esa misma situación se clasifica en El libro rojo de los mamíferos de Colombia.

La vida de los cachalotes en las profundidades del océano sigue siendo un misterio científico, y aún quedan muchos secretos por comprender. De momento, el hecho de que esta especie sea avistada de forma esporádica en el golfo de Tribugá es una referencia para entender cuán prolífica y próspera es la biodiversidad marina latente en sus todavía prístinas aguas.

El desenlace de la expedición

Haber observado a los cachalotes en su travesía por el golfo, documentar sus comportamientos en la superficie y lograr muestras de tejido fueron los hallazgos más relevantes para las investigadoras de cetáceos, dentro de la Expedición Científica Tribugá y Cabo Corrientes. Sin embargo, pese a que estos odontocetos acapararon el foco de interés y fascinación, en esos días de periplo, Tribugá expresó su potencia biológica y la abundancia de mamíferos marinos que encuentran allí un oasis de alimentación con la llegada de las agallonas, entre finales de marzo y mayo.
En las zonas aledañas a la costa, las investigadoras se toparon de manera frecuente con delfines nariz de botella y moteados pantropicales. Tomaron las coordenadas de los avistamientos, obtuvieron registros fotográficos para realizar procesos de identificación e intentaron, sin éxito, extraer muestras de la piel de estas especies. Entretanto, veinte kilómetros mar afuera, en aguas más oceánicas, se encontraron en cuatro ocasiones con grupos de delfines comunes.

El día más significativo en términos de ocurrencia de cetáceos fue el 22 de marzo, cuando se avistaron tres especies diferentes en una misma jornada de investigación. Primero aparecieron los delfines moteados y, apenas horas más tarde, emergieron los comunes. La mayor sorpresa fue detectar la presencia de una ballena de Bryde, pero, para infortunio de las científicas, aquella observación se dio después de las cinco de la tarde, momento en que, por instrucción de la tripulación del ARC Providencia, ya no se podían realizar trayectos que implicaran salidas en la lancha. Por esa razón, no se efectuó un monitoreo específico que recogiera datos del también llamado rorcual tropical.

Gratos anfitriones. La aparición de una familia de delfines moteados pantropicales fue el recibimiento del golfo de Tribugá a la expedición. Esta especie fue una acompañante silenciosa y constante de casi toda la travesía, pues se observó en tres de los nueve días de periplo. Un indicio más de que la presencia de estos odontocetos es asidua en estas aguas y de que, en definitiva, Tribugá es su hogar. Fotografía de Laura Benítez (Fundación Yubarta). Cortesía de las fundaciones Yubarta y Macuáticos Colombia.

De todas maneras, tal y como lo menciona Natalia, el hecho de que en el último lustro los registros de avistamientos de este cetáceo hayan aumentado en las aguas del golfo genera inquietudes científicas. De ahí surge el interés de que la Fundación Macuáticos Colombia, que completa trece años de trayectoria investigando los mamíferos marinos de esta región del Pacífico nacional, haga estudios dirigidos sobre la ballena de Bryde.

Nuestros datos sugieren que hay una presencia estacional muy marcada de esta especie, que coincide con la migración de las sardinas. Es un momento de mucha productividad en las aguas del golfo, por lo que nos quedó una fuerte inquietud de focalizarnos en ella"

Enfatiza Natalia

Otro de los momentos emotivos de la expedición ocurrió cuando un grupo de al menos diez delfines tornillo nadaron junto a la proa del buque y jugaron con las olas que creaba la embarcación. Los cetáceos daban piruetas en el aire, girando su cuerpo de forma inverosímil (de allí su nombre común), y se movían al ritmo del navío. Era como una carrera de relevos, en la que los traviesos mamíferos se turnaban la batuta de la competencia para demostrar cada uno su velocidad. Poco a poco la manada se fue dispersando hasta que se alejaron del barco y retomaron su rumbo.
Hora del juego. Los grupos de delfines tornillo se acercaron al ARC Providencia y bailaron al compás de las olas que creó la embarcación. Hicieron acrobacias inenarrables y se enfrascaron en su propia competencia de velocidad. Fotografía de Laura Benítez (Fundación Yubarta). Cortesía de las fundaciones Yubarta y Macuáticos Colombia.
Para las tres biólogas no haber obtenido muestras de piel de delfines, con el propósito de realizar estudios genéticos de estas poblaciones, quedó entre la lista de saldos pendientes. Hubo dos factores que se interpusieron para conseguir ese objetivo. El primero es que la mayoría de grupos que registraron estaban en frenesís alimenticios, por lo cual sus movimientos fueron muy rápidos y ágiles sobre la superficie marina, además de que sus complexiones, mucho más pequeñas que las de las ballenas y los cachalotes, dificultaron la precisión en los disparos.
El otro elemento que jugó en contra fue que, durante varios trayectos de las travesías costeras y en aguas profundas, se observaron grandes parches de marea roja, un fenómeno producido por variables oceanográficas (nutrientes, temperatura y viento), que causan la proliferación de algas marrones en la superficie del mar. Estas algas, además de que pueden liberar toxinas nocivas para los organismos acuáticos, tiñen el oleaje de un color ocre o rojizo.
Al momento de tomar biopsias remotas de delfines y de intentar seguir desde el bote sus movimientos bajo el agua, la marea roja restó visibilidad en la superficie y, en varias ocasiones, se perdió el rastro de los animales.
«No sabemos por qué estaba ocurriendo la marea roja durante esos días de marzo en el golfo de Tribugá, pero en otros países, como Chile, se han reportado casos de varamiento de cetáceos por la presencia de estas algas. Cuando la expedición se acercó a la ensenada de Utría se vio un parche rojo que la cubría casi toda. Olía muy mal y, según lo que contó la jefe del Parque Nacional Natural (María Ximena Zorrilla), aparecieron peces muertos. Por eso tomamos los datos de los puntos geográficos en donde observamos este fenómeno para correlacionarlo con la ocurrencia de mamíferos marinos», relata Laura.
Cetáceos oceánicos. Los delfines comunes también fueron una especie frecuente durante la expedición. Se observaron en tres días distintos. Sin embargo, a diferencia de los moteados pantropicales, estos prefieren las aguas profundas que las zonas costeras, de ahí que hicieran su aparición a más de veinte kilómetros de tierra. Fotografía de Laura Benítez (Fundación Yubarta). Cortesía de las fundaciones Yubarta y Macuáticos Colombia.
Más allá de estas dificultades, las científicas enfatizan en el gran valor que tuvo esta travesía, en procura de ahondar en la recolección de datos científicos sobre los cetáceos del golfo de Tribugá, y a fin de contribuir a suplir los vacíos de información que aún persisten en este campo de investigación. A medida que los esfuerzos de monitoreo se incrementan las perspectivas mejoran.

Mientras tanto, Natalia considera que «estamos en una instancia de investigación con pequeños cetáceos en la que es valioso obtener datos para consolidar una línea base de distribución, relaciones ecosistémicas y fauna asociada. Poder robustecer esa información es el aspecto más significativo de la travesía».

«Para nosotras esta expedición representó algo importante porque es una plataforma que nos permitió llegar a zonas a las que, por temas de logística y recursos, no podemos acceder. Nuestros monitoreos suelen ser muy costeros. Es impensable llegar a setenta kilómetros mar afuera en una lancha. Esta fue una experiencia gratificante en todos los sentidos"

Indica Laura

Aparte de las expertas en cetáceos, la CCO y la Armada Nacional, otras instituciones participaron en la segunda fase de la expedición. Es así como la Dimar, la Corporación Centro de Excelencia en Ciencias Marinas (CEMarin), Parques Nacionales Naturales, la WWF y grupos de investigación como Corales de Paz, Plástico Precioso y el equipo de estudio de tiburones, liderado por el biólogo Diego Cardeñosa, pudieron recoger información que será de utilidad para la conservación de los ecosistemas del golfo.

El 29 de marzo —el último día de travesía—, el buque ARC Providencia tomó el camino de vuelta a la estación de Guardacostas de Bahía Solano. En esa mañana, el golfo de Tribugá despidió a las investigadoras con un nuevo avistamiento de las enigmáticas ballenas de Bryde.
—Siempre he llevado conmigo el hecho de que las ballenas son muy gentiles con los humanos a pesar de ser enormes. Nos enseñan el valor de la humildad porque, pudiendo usar su tamaño, no lo hacen. Sólo se muestran defensivas o agresivas cuando no respetan su espacio, para proteger a las crías o en casos en que hay un grupo de competencia de machos que buscan aparearse. Tengo más de diez años investigando cetáceos, pero cuando veo uno me muero de emoción. Nunca dejan de sorprenderme—, culminó Laura.

Autor

Felipe Gaitán

Felipe Gaitán García

Periodista científico

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