El corregimiento de Jurubirá, cuyo nombre tiene sus raíces en la lengua indígena emberá dobida, está ubicado al norte de Nuquí, en el límite sur del Parque Nacional Natural Utría. Es esta una tierra de pescadores que, por herencia ancestral, han sido sabedores de los secretos del mar. Allí, las coloridas casas de madera bordean el río Jurubirá y se extienden hasta la costa del Pacífico, mientras la selva y los manglares confluyen alrededor en un mismo paisaje. Su población, cercana a los quinientos habitantes, ha sido la cuna de este proyecto que pretende ser un aporte al conocimiento científico de las especies de delfines y ballenas que encuentran su hábitat en las aguas del golfo.
La bióloga marina colombiana Dalia Barragán Barrera, especialista en la investigación con delfines en el país, y quien hace parte de la fundación, enfatiza que «existen vacíos científicos sobre el comportamiento, la biología básica, la ecología y la abundancia de los cetáceos en el golfo de Tribugá». Estas brechas responden a las dificultades que supone el estudio mismo de tales mamíferos marinos, ya que —salvo en el caso de la ballena jorobada o yubarta, que llega a estas aguas en una temporada específica (mayo a diciembre), es costera y tiene un patrón claro de migración— las especies muestran conductas de ocurrencia impredecibles. Además, advierte que realizar exploraciones supone un desafío en términos de financiación, por lo cual no siempre se pueden empezar las expediciones.
El proyecto se consolidó en 2020, durante las cuarentenas originadas por la pandemia de covid-19, cuando, sin posibilidades de viajar a realizar trabajos de campo, estas dos biólogas, de la mano de la científica experta en delfines, Nohelia Farías Curtidor, contactaron a los tres pescadores para que asumieran el papel de investigadores locales. Fueron entrenados por vía remota en áreas como la identificación, el registro de datos y la descripción técnica de las condiciones climáticas y del mar. Así comenzó para ellos el camino de ser científicos comunitarios. Un rol desde el cual han podido acercarse a los conocimientos biológicos sobre las diferentes especies de cetáceos.
«En las comunidades la ciencia siempre se ha practicado y creo que es importante darle valor a lo que los ancestros venían haciendo», aclara Antonio Lloreda, mientras desde el balcón de su casa hecha en madera observa el atardecer que se difunde sobre el Pacífico. La belleza de un rojo ocaso lo impulsa a salir de su refugio y decide caminar hacia la playa, que queda a cincuenta metros. Su andar es pausado y, en tanto que recorre los senderos empolvados de Jurubirá, se asoman los niños a saludarlo. Le llaman tío y él les dice sobrinos, aunque no lo sean. Le siguen los pasos, le hacen preguntas y él contesta. Es como si en esa escena siguiera perpetuándose ese lazo perdurable que ha unido a su pueblo alrededor de los mayores. Él, que ni siquiera alcanza los cuarenta años, brinda sus enseñanzas y es guía de la curiosidad de los pequeños.
Su mirada es tranquila y, con su tono mesurado, plantea la necesidad de poner en diálogo ambas perspectivas, sin que ello suponga para la ciencia convencional una falta de rigor académico, y sin que esto implique que los expertos forasteros lleguen a imponer una visión de lo que debe ser el territorio. Según él, ser científico comunitario es revivir las enseñanzas que impartieron los abuelos, las cuales se están perdiendo. Es una forma de hacerles notar a los investigadores de afuera que en el seno de su población hay un conocimiento que no deben desvalorizar, sino que pueden ayudar a potenciar.
De cualquier forma, en ese intercambio de visiones que ha permitido el contacto con las biólogas marinas, este hombre espigado, que se reconoce como afrodescendiente, dice haberse apropiado de conceptos técnicos que han ampliado su mirada hacia una comprensión más sólida de su región y de la vida que allí prospera. Aunque insiste en la importancia de los saberes locales, porque son los cimientos de su pueblo, admite que ir a un laboratorio, a trabajo de campo y obtener unos resultados le causa fascinación porque ello le ayuda a conocer con profundidad las especies que están alrededor.
Antonio cree que el aprendizaje que se gesta en Jurubirá no es unilateral; es decir, no es que los científicos lleguen con un catálogo de instrucciones que se asumen como verdad y deben seguirse sin cuestionamientos. Está convencido de que las investigadoras que trabajan junto a él y sus compañeros se han nutrido de la experiencia del océano que los tres pueden transmitir. «Aunque nuestros mayores no pasaron por una universidad aprendieron a descubrir los secretos del territorio, explorándolo. Eso es ciencia. Hemos luchado contra la malaria y las mordeduras de serpientes venenosas, y hemos sobrevivido sin medicina occidental. Ellos día tras día estaban en el monte o en el agua y estudiaban su entorno con una mirada diferente. La selva y el mar son como una universidad para nosotros: se aprende escuchando, observando, oliendo, sintiendo».
En Jurubirá nunca hay silencio. Durante el día retumban canciones de vallenato y salsa a máxima potencia. En la noche la selva húmeda tropical conjuga sus murmullos con el estruendo del océano Pacífico, que choca contra la costa. En medio de ese universo sonoro discurre la vida de este poblado lleno de complejidades. Si hay una voz que pueda expresar los ecos del corregimiento, es la de Yerson. Aunque su aspecto anuncia una personalidad seria, no puede aprisionar en esa apariencia su sencillez y alegría. Salvo en lapsos muy breves, su existencia ha ocurrido allí, siendo pescador y líder comunitario.
Como sabedor de la historia étnica de los municipios que conforman el golfo, relata que en el pasado los mayores de la comunidad afrodescendiente mantenían una relación de unión con las poblaciones emberá. Se dice que los indígenas bautizaban a los negros y que los negros hacían lo mismo con los indígenas. Con el tiempo, esa relación estrecha se fue fragmentando, y mientras los afro se asentaron en la costa, los emberás construyeron sus resguardos en lo profundo de la selva. Esa distribución geográfica se mantiene aún hoy, pese a que quedan vestigios del desplazamiento de los indígenas hacia la cabecera municipal de Nuquí y los caseríos de Jurubirá. A las dos comunidades las une su voluntad de resistencia. En cualquier caso, el pescador reconoce la importancia que tuvo la lengua emberá en la conformación cultural y sociológica de la región.
Yerson sale de su casa, ubicada a orillas del río, y carga en sus manos una silla de plástico. Camina sólo unos cuantos pasos, pone el asiento sobre la arena y se acomoda al borde de la playa de Jurubirá. Con el Pacífico siendo testigo, señala que, como presidente del consejo local de la comunidad, lidera procesos organizativos para la ordenanza del corregimiento. Según él, la intención es buscar alternativas con el objetivo de que el lugar sea sostenible en el tiempo y que los recursos naturales se conserven y perduren. «Nos preguntamos cómo hacer para que las ballenas y los mamíferos acuáticos sigan viniendo, y cómo tratamos de mitigar el impacto negativo que podamos causar». De las mesas de discusión con los voceros de los diferentes sectores sociales que conforman Nuquí surgió, en 2014, el Distrito Regional de Manejo Integrado del golfo de Tribugá y Cabo Corrientes (DRMI), con el cual se establecieron directrices para el uso sustentable de la zona.
El papel que ha tomado la ciencia comunitaria en Jurubirá ha sido valioso. Así lo expresa el pescador, al considerar que, a partir de los estudios que se realizan en la zona, las poblaciones del golfo han podido llenarse de argumentos para exponer en los consejos comunitarios y tomar decisiones en favor de la conservación. Yerson, que como fotógrafo del proyecto ejerce un rol clave en la identificación de las especies, cree que hacer parte de este proceso de investigación local ha sido la oportunidad de convertir el conocimiento empírico en un recurso más riguroso.
Desde sus prácticas cotidianas, los lugareños identifican, por ejemplo, para qué pueden usar cierta planta, pero los expertos que vienen de afuera aportan una visión académica que permite conjugar esa base empírica con las metodologías de la ciencia convencional. Esta misma conversación se da en la escala de los estudios biológicos sobre cetáceos, pues mientras los científicos comunitarios reconocen las condiciones del viento, de las corrientes y del clima, y son expertos en recorrer el agua, las investigadoras de la fundación portan las herramientas específicas para interpretar la naturaleza de las ballenas y los delfines que hacen presencia en el golfo.
«Creo que estamos construyendo una cultura de conservación. Cuando se empiezan a conocer las conductas de dichas especies, hay argumentos fuertes para decirle a la comunidad que estamos cometiendo un error a tal nivel. Uno comienza a entender por qué vienen las ballenas y los delfines, por qué saltan, cómo alimentan a las crías, cuáles son sus sonidos», recalca. Sobre la base de esa información, se toman decisiones en conjunto a fin de evitar, por ejemplo, cambios bruscos en los motores de las lanchas, andar a altas velocidades o que haya más de dos botes durante un avistamiento, puesto que este tipo de prácticas estresan a los cetáceos y afectan sus comportamientos vitales de alimentación, reproducción y descanso, así como sus modos de comunicación. Si se observa una madre con ballenato, procuran no seguirla por más de media hora para minimizar cualquier posibilidad de impacto sobre sus hábitos o rutas migratorias.
Si bien la pesca artesanal es un ejercicio de paciencia, y ha cultivado este arte desde niño como una herencia cultural, Yerson admite que trabajar en el rastreo de cetáceos junto con las biólogas ha ahondado su capacidad de esperar. Hay días en que salen a alta mar por nueve horas y no observan más que agua a su alrededor. En una de las expediciones usaron un hidrófono para escuchar el canto de las jorobadas. Aunque no se veían, podían sentirlas, y ese sonido profundo y misterioso lo conmovió. Esa clase de experiencias forjadas en el aprendizaje de las investigaciones ampliaron sus perspectivas: los detalles que antes eran normales, como el clima, las olas y los vientos, ahora constituyen información que se sistematiza hasta convertirla en datos científicos valiosos.
En sus recuerdos, Yerson atesora una historia entre cientos y más días surcando las aguas del golfo. Un relato que, según él, aún hoy no creen sus coterráneos. Durante su etapa como empleado de un operador turístico del Parque Nacional Natural Utría, solía cruzar nadando la ensenada. Un recorrido de ochocientos metros entre orilla y orilla. En uno de esos días, ajustó su careta, calzó sus aletas y se aventuró en ese mar sedimentado. Mientras avanzaba observando el fondo, una ballena jorobada pasó justo por debajo de su cuerpo. «Yo me quedé quieto, me causó asombro su tamaño». Aunque siempre sintió respeto por estos mamíferos, esa vez comprendió que eran tranquilos y pacíficos cuando no se les molesta. De aquel sosiego que produjo la danza de la yubarta a pocos metros de su presencia surgió el anhelo de luchar para protegerlas
En el pueblo le llaman Happy, un mote que, de forma curiosa, él mismo se puso cuando era niño. Pocos distinguen su nombre real porque prefiere que lo reconozcan por su apodo. Su filosofía de vida es la felicidad. No hay momento en que este pescador de treinta y seis años no aproveche para lanzar un comentario jocoso, bailar, cantar y reír. Su pericia como navegante fue la puerta de entrada a la ciencia comunitaria, desde la cual dice haberles tomado más cariño a los cetáceos. Antes solía hacer avistamientos, pero no con un enfoque científico sino turístico.
Dice que desde pequeños reconocían las especies con nombres locales, y que ahora pueden distinguirlos por sus denominaciones científicas. Con sólo ver una aleta dorsal cortando las olas u observar el tamaño de un resoplido que salta en el horizonte, ellos pueden intuir ante qué clase de mamífero acuático están. Esa experiencia en el mar, que es tan propia de las comunidades, es una oportunidad para que las biólogas de la fundación tengan acceso a esos saberes locales.
Saber más sobre los cetáceos, cree él, es una forma de seguir en el proceso de apropiación y arraigo por su terruño. Es el camino hacia la conservación de sus hábitats y, en consecuencia, del ecosistema, porque en la naturaleza todo está conectado: cada impacto es una afrenta al equilibrio. Confiesa que, entre sus labores de pesca y el trabajo como científico comunitario, su anhelo constante es estar navegando, es su pulsión más apremiante: sentirse a merced del mar.
El Pacífico es su lugar en el mundo y asegura que lo más lejos que ha llegado es a ciento quince millas náuticas (doscientos doce kilómetros) de la costa de Jurubirá. En medio de tanta agua, el único temor que puede invadirlo es que el motor se vare. «Si eso pasa, me muero en el mar. Nadie podría encontrarme». Por lo demás, se siente feliz preparando un sedal y dejando sus anzuelos al vaivén de las corrientes. Las jornadas en el océano son una catarsis pero también una oportunidad de aprender y ver escenas inéditas. «Yo estoy a cada rato con las ballenas y los delfines, vivo con ellos. Sólo me hace falta hablar en lengua cetáceo». Suelta otra risotada.
Aunque dentro de sus expectativas no estaba formar parte de un equipo de ciencia comunitaria, admite que el proceso de aprendizaje ha enriquecido su entendimiento del entorno. Ahora quiere seguir investigando y explorando. Ansía que más miembros de su corregimiento se integren al proyecto. Incentivar a los niños y a los jóvenes a conocer la biodiversidad que les rodea, así como lograr que esta labor tenga más resonancia. Será, según él, un camino hacia la protección de una zona desbordada de vida, pero con profundas carencias sociales. Happy disfruta de la naturaleza porque «sin ella no somos nada». Se conmueve con los cetáceos, las aves, los roedores y las serpientes. Disfruta de su ambiente y a diario ve algo que lo sorprende. «No cambiaría este lugar ni obligado».
De acuerdo con los datos consolidados de diversos estudios científicos, en Colombia se ha documentado la presencia oportunista o frecuente de treinta y una especies de cetáceos, de las cuales veinticuatro han sido reportadas en el Pacífico: seis de ballenas barbadas (misticetos) y dieciocho de cetáceos dentados (odontocetos, a los que pertenecen los delfines, los zifios, las marsopas y los cachalotes). Pese a esa abundancia, el foco de las investigaciones biológicas se ha centrado en la jorobada, sobre la cual hay disponible una buena cantidad de literatura, pero existe poca información acerca de la ecología de los otros mamíferos marinos que encuentran su hábitat en las aguas del país.
El golfo constituye un punto estratégico en la proliferación de ballenas y delfines que encuentran sus hábitats o rutas migratorias en dicha zona del Chocó biogeográfico. No obstante, la información científica sobre los cetáceos que hacen presencia allí también es limitada. Ello redunda en la dificultad a la hora de tomar medidas para su protección y en un profundo desconocimiento de la población general sobre la relevancia biológica de estas especies. El programa de ciencia comunitaria del golfo de Tribugá, entonces, se convierte en un avance para responder a esa necesidad de profundizar en la investigación sobre estos mamíferos marinos y de generar pedagogías ambientales para su conservación.
Desde que empezó a liderar este proyecto, Jennifer ha trabajado de la mano con los científicos comunitarios, no sólo dando continuidad a las metodologías de investigación propiciadas por Dalia, Nohelia y Ann Carole, sino comprendiendo las complejidades de este territorio. Describe que el proceso que ahora encabeza tiene cuatro etapas. La primera ya se superó y consistió en realizar pruebas piloto y talleres con los pescadores durante las cuarentenas, los cuales fueron desarrollados por las tres precursoras del programa.
Ahora se está gestando el segundo paso (y uno de los más sustanciales), en el que Bachmann ha tomado los roles de guía científica y de acompañamiento a los pescadores en la recolección de información. Se trata del monitoreo anual de cetáceos, el cual pretende establecer registros alrededor de tres conceptos biológicos concretos: ocurrencia, distribución y uso del hábitat. Consolidar estos datos, según ella, puede abrir la puerta hacia un conocimiento más profundo sobre las especies, en particular acerca de los delfines, que han sido un tanto relegados del foco de los estudios en la región.
La ocurrencia, en términos biológicos, se refiere al registro científico de la presencia de uno o más individuos de una especie en un sitio específico, así como a la frecuencia de esos avistamientos, mientras que la distribución alude a los puntos geográficos en los que esa misma especie interactúa con el entorno. Entretanto, el uso del hábitat establece correlaciones de los comportamientos de los animales y las características particulares de un ecosistema. En el caso de los delfines, por ejemplo, permite entender si prefieren los arrecifes de coral, los estuarios o las áreas oceánicas, para observar cómo su ambiente los condiciona.
La etapa de monitoreo comenzó en 2020. En ese año, se acumularon treinta y seis horas de muestreos preliminares y se reportaron veinticuatro avistamientos. Las especies documentadas fueron la ballena jorobada y tres variedades de delfines: el moteado pantropical, el tornillo y el nariz de botella. Pero además, durante estas exploraciones, los pescadores registraron por primera vez en las aguas del golfo de Tribugá a un rorcual de Bryde que interactuó con tres yubartas, e informaron sobre la conducta inusual de una ballena jorobada que jugaba con un palo de madera en la superficie.
«Con estas exploraciones, hemos empezado a establecer de forma científica la presencia de delfines por fuera de la temporada alta, es decir, cuando hay ballenas jorobadas. En enero de ese año (2020) vimos un grupo de ochenta delfines moteados; en marzo observamos más de trescientos delfines tornillo». Esa información, asegura la bióloga, es importante para empezar a construir una base de datos más sólida acerca de otros mamíferos marinos que habitan en el golfo de Tribugá.
A partir de 2023, estos monitoreos se han empezado a desarrollar de forma mensual y el plan es efectuarlos durante todo el año, con lo cual hay mayores expectativas frente a los resultados posibles. Pero, ¿en qué consisten estas exploraciones? Durante tres días de cada mes los científicos comunitarios salen en busca de ballenas y delfines. Navegan en un trayecto de trescientos veinte kilómetros a lo largo del golfo. Para abarcar el mapa de investigación, las biólogas marinas determinaron de manera aleatoria unas coordenadas específicas del océano Pacífico que se siguen en las expediciones.
El primer transecto se inicia en la playa de Jurubirá y termina en localidad de El Valle, en las proximidades de la zona protegida del Parque Nacional Natural Utría. El segundo recorrido empieza también en Jurubirá y finaliza en el corregimiento de Arusí. De allí mismo —de Arusí— parte la tercera ruta, la cual se extiende hasta Cabo Corrientes.
En algunas ocasiones, cuando los pescadores se aventuran en el océano para rastrear cetáceos, están acompañados por Jennifer, que permanece atenta a que se registren los datos de forma rigurosa. Ella guarda silencio, como evaluando que se documente la información a partir de los protocolos que ha socializado con los pescadores. Happy reporta las coordenadas con su GPS, Toño anota en un formato las especies avistadas y su comportamiento (cantidad aproximada de individuos, alimentación, caza o juego) y Yerson toma fotografías de los animales con el objetivo de que, a partir de las imágenes de sus aletas dorsales y caudales, se puedan recoger pistas para su identificación. Entre los tres, discuten las condiciones del viento, el oleaje y la posición del sol.
«Trabajar con científicos de la comunidad es muy bueno. Aunque yo fui a la universidad, son ellos los que poseen el saber cotidiano porque a diario salen al mar. Uno no puede conocer una región a partir de los libros. La gente que vive en sitios donde se hace ciencia tiene una visión muy importante y valiosa de lo que pasa. Ellos observan y esas deducciones son esenciales, pero es necesario distinguir entre una observación anecdótica y la información científica. Creo que la ciencia es escuchar a la gente para hacer estudios y encontrar cómo pueden ir juntos, y qué se puede verificar de manera científica. Considero que los proyectos de investigación deben interactuar más con las comunidades», reflexiona la bióloga.
La primera expedición del año, realizada a finales de enero, registró el avistamiento de una manada de delfines moteados pantropicales. Eran cerca de ochenta animales, entre los que se encontraban madres con crías. Esto, según Jennifer —aunque advierte que es una inferencia prematura—, puede ser una señal de que el golfo de Tribugá es un punto clave para la reproducción de la especie. Tal clase de deducciones podrían ratificarse si en los próximos meses siguieran observándose las mismas características en los rastreos.
Pero los indicios iniciales parecen conducir a que, por lo menos en cuanto a ocurrencia, los delfines moteados sí han hecho del golfo de Tribugá su hogar. En febrero, los pescadores reportaron de nuevo el avistamiento de estos odontocetos. Se trató de un grupo de al menos cincuenta individuos sin crías, los cuales pescaban y saltaban en varias direcciones, a unos treinta metros de la lancha.
A decir verdad, la intención de hacer estas expediciones de forma mensual ha dejado, en el primer semestre, registros asombrosos. Durante marzo, los científicos comunitarios documentaron la observación de delfines tornillo y de una ballena de Bryde, en aguas contiguas al corregimiento de El Valle. En abril se encontraron con manadas de delfines comunes y moteados pantropicales. Pero el mes de mayores sorpresas fue mayo, cuando atestiguaron la aparición de un clan de orcas, en aguas aledañas a Cabo Corrientes, y —de nuevo— reportaron la presencia de un rorcual tropical (o ballena de Bryde). Jennifer confía en que, de la mano de Yerson, Toño y Happy, este ciclo de monitoreos podrá seguir entregando información científica valiosa para la comprensión de los cetáceos del golfo.
El tercer paso del proyecto es, una vez se hayan recogido los datos de distribución, ocurrencia y uso del hábitat, hacer rastreos más prolongados en el tiempo y empezar a consolidar cifras de abundancia que, en ecología, significa estimar números de poblaciones, lo cual reviste una complejidad mayor. La última parte de la investigación es, a partir de los insumos obtenidos, publicar un artículo de divulgación y entregar a las autoridades ambientales recomendaciones para la conservación de las ballenas y delfines de la zona.
Al final de la tarde, Jennifer se sienta sobre un tronco enquistado en la playa, observa el Pacífico y reflexiona. Cuenta que su motivación más alta como científica y humana es la conservación del mar. En Alemania, explica, la extensión de océano a la que tienen entrada los pobladores es poca. Tampoco se ven muchos cetáceos.
Aunque no entiende con exactitud la razón, desde niña se vio atraída por los cetáceos. Observarlos le generaba felicidad y sus saltos representaban para ella la expresión de libertad más genuina de la naturaleza. Después de tantos años, se siente aún cautivada por su inteligencia y dice ver en los ojos de estas especies «el reflejo de nosotros mismos». Entre las variedades de dichos mamíferos marinos, la ballena piloto, también llamada calderón, es su animal predilecto.
Como bióloga, tiene la expectativa de ser un eslabón para suplir los vacíos de conocimiento sobre los delfines en el golfo de Tribugá y, a partir de allí, generar conciencia de su papel esencial dentro de los ecosistemas. Se enfoca en ellos (en los delfines) porque «las ballenas jorobadas están muy presentes en Colombia y captan toda la atención, incluso de los investigadores». Como microbióloga, quiere estudiar en algún momento si las interacciones de los cetáceos con los humanos pueden causar efectos patológicos. «Tenemos que entender muy bien que son especies salvajes, que debemos tomar distancia».
Jennifer, Yerson, Happy y Toño, así como las investigadoras Dalia, Ann Carole y Nohelia, luchan para que estos vacíos empiecen a romperse. Aspiran a que los resultados de las exploraciones permitan plantear nuevas preguntas y continuar escudriñando la biología de estos mamíferos marinos. Su intención no es sólo que este proceso de ciencia comunitaria pueda involucrar a más pobladores de Jurubirá, sino que se gesten más iniciativas de este tipo —sean de cetáceos o de otras especies marinas— en el Pacifico colombiano. La premisa a la que se aferran con convicción es que sólo es posible conservar y proteger aquello que se conoce.
Mientras llega el momento de un nuevo rastreo de delfines y ballenas, los tres pescadores científicos de Jurubirá escuchan en la espesura del bosque los llamados de los monos aulladores, el chillido de los gavilanes cangrejeros y el croar de las ranas. A unos metros, el océano responde con el graznido de las aves marinas que vigilan sus morros y bahías, y con la estridencia de las olas. Son las voces naturales de un territorio que pide a gritos ser protegido.